domingo, 3 de junio de 2007

Viaje del mall a Los Soprano


El cine ha transmutado. Estábamos demasiado ocupados haciendo cola en las taquillas mientras la mudanza había comenzado. Ya no hay cine en nuestro barrio, se ha mudado al mall, al gran centro comercial en las afueras. Ya no hay cines en la pequeña ciudad que nos parió. Nos han cambiado nuestra madre por una clon de la Warner y no nos hemos enterado. Estábamos demasiado ocupados comprando palomitas para chutarnos hasta ponernos ciegos de efectos especiales en la retina, que ahí no se nota el pinchazo.

Todo ha cambiado. John Wayne ha ido a buscar a la estación de tren a Maureen O'Hara pero ella ha cogido el coche y se ha ido, al mall, claro. Como la pequeña Dorita, ya no busca al Mago de Oz, busca lo que buscamos todos, la experiencia digital. Por eso el cine ya no está en nuestro barrio, donde la última bobina llegaba en Vespa justo a tiempo para terminar de ver a Pepe Isbert diciendo que hacer de verdugo es fácil, que pasa todo muy deprisa. El cine iba a veinticuatro fotogramas por segundo, como Audrey y Gregory en la Vespa por Roma, visitando el Coliseo y metiendo la mano en la Bocca Della Veritá. Pero a nosotros ya nos da igual quién mienta. El decorado forma parte de nuestra vida, forma parte del parque temático que nos han construido alrededor para que no tengamos que ir a Roma, ni a ningún sitio; ahora lo único importante es que no se nos pase la salida, nos hemos metido por el túnel de Matrix y hemos olvidado el camino de vuelta.

Nos hemos adentrado en el mall, el gran concepto que nos salva de nuestra insulsa existencia. ¡Viva el mall! Allí, antes de comprarnos toneladas de palomitas, habremos visitado la tienda de discos donde ya no se venden discos, se venden i-pods para que podamos llevar la música encapsulada en el bolsillo y andar como replicantes por las calles de Blade Runner mientras la china en la valla digital nos anuncia la píldora de la felicidad y las naves nos sobrevuelan cantando por sus altavoces las excelencias de un viaje a las colonias fuera de la Tierra. El cine sólo es el sitio donde engulliremos palomitas engrasadas de mantequilla, es una pieza más del nuevo culto milenarista, el culto al gran hermano digital.

Ahora nuestro cine toda la vida, el de antes de las multisalas, el que olía ambientador a limón se ha convertido en un electrodoméstico que se entrega por capítulos. Si hoy viviera Robert Riskin o Ben Hecht ya no escribirían para la Columbia sino para la HBO, creando audiencia para que compremos la pasta dentrífica y sonriamos mejor. Y sin lugar a dudas habrían escrito Los Soprano.



No existe una linea clara de separación en Los Soprano. A veces comedia, otras drama, sin olvidar el cine negro en estado puro. Lo que se nos ofrece es un contundente retrato entorno a una familia mafiosa, alejándose sabiamente de Coppola y de Scorsese. ¿Y cómo lo hace? Como siempre se ha hecho en el mejor cine, a partir de un buen guión. Un perfecto ejemplo es la sólida construcción de personajes, dentro de un enfoque muy actual, con un tratamiento mucho más poliédrico de los mismos. David Chase traza así una parábola sobre el poder y sus consecuencias, asistidos por un gran hilo conductor, las sesiones de psicoanálisis de Tony Soprano con la Dra. Melfi. Junto a ella nos convertimos en observadores de las motivaciones, los traumas, los fantasmas interiores de Toni Soprano. Como ella, nos dejamos cautivar por el monstruo. Vemos en él todas las miserias humanas pero también alguna bondad bien escondida. Es cuando surge el padre de familia, el amigo de sus amigos.

La galería de personajes son incontables. Empezando por James Gandolfini protagonista imprescindible ante el que nos debatimos, capítulo a capítulo, entre el amor y odio propiciados por las dobleces de su personaje, Tony Soprano. Edie Falco como Carmela Soprano, impresionante como madre y como esposa, sorteando una perpetua crisis matrimonial y existencial. Michael Imperioli como Christopher Moltisanti, medio psicópata, medio guionista frustrado, pasando por su adicción a la droga y los impagables Tony Sirico (Paulie) y Steve Van Zandt (Silvio) dan pie a momentos de hilarante comedia, alternando el humor más negro con situaciones que rozan el surrealismo muy en la línea del cine de los hermanos Cohen.

Habría muchísimos capítulos para escenificar y recordar todos los momentos de buen cine que nos ha dado Los Soprano, pero aquí sólo pretendemos rendir un modesto homenaje a lo que creo que ha sido una de la mejores series que nos ha dado la televisión cuando el cine tiene más de experiencia digital que de verdadero cine.

por Pepe Martín

domingo, 8 de abril de 2007

¿Crítica cinematográfica o ideológica?

"Me gusta tan poco el concepto de lo "políticamente correcto", por lo que tiene de forzado y de uniformador, de impuesto y no libremente elegido, además de ser hipócrita, eufemístico y oportunista de raíz" [Miguel Marías, crítico cinematográfico].


Me permito empezar este cuaderno con una cita de Miguel Marías que me parece que viene muy a colación de lo que voy a comentar. Cada vez se estila menos aquello de hablar de cine en la crítica cinematográfica. No se trata de que el cine sea mejor o peor, eso ya no importa. El interés se centra en la carga ideológica antes que en la cinematográfica. Con ello se establece una nueva caza de brujas: la de lo que es o no políticamente correcto.

Ya no se habla de buenos diálogos al más puro estilo de Ben Hetch, de montaje siguiendo los mandatos de Hitchcock sobre la utilización del suspense o el empleo de la sinopsis narrativa a lo Lubitch. Quizá eso requeriría un mayor esfuerzo por parte del crítico, en primer lugar por aquello de ver películas para disfrutar de ellas y, en segundo, para mirar cómo estan hechas y aprender a apreciarlas. Sólo se precisa una pequeña condición: amar el cine.

Permítanme un ejemplo reciente de lapidación pública de un film, no precisamente por haber pecado en el buen hacer del séptimo arte.

300, de Zack Snyder
. He aquí una historia bélica. Desde el primer plano nos situan en un escenario concreto: el nacimiento de un ser con un solo fin, el de convertirse en un guerrero. A partir de ese momento la narración avanza vigorosa, con la fuerza de una paleta cromática intensa, como el cómic de Frank Miller en el que se basa, pero sin concesiones al manierismo. Lo que importa es la historia que se nos cuenta. El ritmo nunca decae, es apabullante, nos invita a contemplar la acción, sin marearnos con planos temblorosos o zigzagueantes para meternos en la mente de los guerreros espartanos y hacernos creíble lo increible. Se nos muestra su forma de luchar, la utilización de la lanza y el escudo, la formación en falanges,... la estrategia militar se nos hace comprensible. Todo ello sirviéndose inteligentemente de la cámara lenta mientras los acordes de rock sinfónico nos acompañan. Pero el guión no se queda en una mera hazaña bélica, nos plantea un entorno político hostil, donde el enemigo ha de librarse también desde dentro. Es una aportación del guión sobre su fuente original al presentarnos una trama política que da aún más vigor al conjunto. Y los diálogos son de esos para recordar, como este del rey espartano Leónidas: "El mundo sabrá que hombres libres resistieron contra el tirano, que pocos resistieron contra muchos, y antes de que esta batalla termine, que incluso un Rey-Dios puede sangrar".

Pues la valoración principal que hacen de 300 una parte importante de la crítica de este país se centra en el barniz fascista que impregna la película. ¿? No explican por qué lo es, simplemente se tilda de fascista sin más, valorando desde el maniqueísmo más reduccionista.

De todas formas, poniéndonos en el peor de los casos. ¿Sería relevante la carga ideológica de una película para juzgarla en lo cinematográfico? ¿Si? Entonces muchos críticos deberían examinar la historia del cine y tachar de ella un buen número de películas que por su argumento no deberían entrar a ser ni siquiera valoradas en lo cinematográfico. Dejaríamos fuera a El Nacimiento de una Nación, de D. W. Griffith y su contribución a la creación del lenguaje cinematográfico, ya que en ella el
Ku Klux Klan campa a sus anchas. Quizá El Acorazado Potemkin debiera de ser también reexaminada, ya que la propaganda revolucionaria que en ella se respira pudiera distraernos del legado en la utilización del montaje que nos dejó Eisenstein.

¿Hacemos entonces crítica cinematográfica o levantamos una nueva bandera de lo políticamente correcto?


por Pepe Martín

domingo, 21 de enero de 2007

Por qué decidí ver Rocky Balboa


Iremos contra corriente una vez más. Entre todos los estrenos que pueblan nuestras carteleras podemos encontrar un poco de todo: historias no de héroes o manipulación como "Las banderas de nuestros padres", episodios entrecruzados para retratarnos el vil mundo que nos rodea -"Babel"- o el mundo de nuestros antepasados violentamente recreado -"Apocalypto"-, denuncias más o menos actuales como "Atrapa el fuego" o "Diamantes de sangre". Respuestas, todas ellas, que responden a una visión nada complaciente con la realidad.

Que alguien ose, se atreva a decirnos, vendernos que, nunca es tarde cuando la dicha es buena o como el dicho asturiano, después de vieyu gaiteru, supone todo un atrevimiento. Tiene aún más delito si estamos hablando de todo un musculitos entrado en años, con un curriculum vitae existencial de rockys y rambos, que decide recuperar una de sus viejas glorias para volver a contarnos el mismo cuento de triunfo y superación, pero con 60 primaveras encima, cayendo con todo el equipaje en el más estrepitoso de los ridículos.

Pero no cae. Rocky Balboa es un ejercicio poco saludable pero absolutamente recomendable de nostalgia. Aquel que piense que Rocky era sólo una película de boxeo está equivocado, pues era sobretodo una película sentimental, una dosis pura y sin adulterar de romanticismo. Que Sylvester Stallone vuelva por sus fueros en un Hollywood de ceros y unos, para decirnos que nada se termina hasta que uno lo decide, resulta el más sano ejercicio de ternura cinematográfica visto en los últimos tiempos, un auténtico Volver a Empezar pugilístico al que el mismísimo José Luis Garci habría querido apadrinar.

Rocky Balboa es una película imperfecta pero honesta que, no sólo no cae en el ridículo, se hace necesaria como un digno acto final para una saga que creíamos ya había expirado en los 90. La deliciosa partitura de Bill Conti desarrolla en clave sentimental el tema de siempre, acompañando unos diálogos que se respiran agridulces, casi como un viejo tema de blues al que Stallone le ha cambiado el ritmo hasta convertirlo en un rap.

Que en la cartelera de hoy siga habiendo un lugar para
Rocky Balboa es, como la taquilla así parece confirmarnos, algo reconfortante.

Saludos Sly y gracias.


Por Pepe Martín

Rocky Balboa [EE.UU., 2006]. 102 min. Escrita y dirigida por Sylvester Stallone. Fotografía: J. Clark Mathis. Montaje: Sean Albertson. Música: Bill Conti. Intérpretes: Sylvester Stallone, Burt Young, Milo Ventimiglia, Geraldine Hughes y James Francis Kelly III.